Excursiones por la nada.

Que tengamos un buen viaje.

martes, 29 de marzo de 2016

No tienes prisa.

No tienes prisa y esperas a que el semáforo se ponga en verde (raro). Por una vez no tienes prisa. El calor amargo del humo del cigarro te da en la cara pero casi no te das cuenta de que el ojo ha empezado a lagrimearte, inundado de vapores.

Las ciudades cada vez se parecen más entre sí. Burbujas de cristal y cemento que se pierden en el cielo encapotado y corrupto por las nubes y la contaminación. En ocasiones cuesta distinguirlas. Lo único que siempre recuerdas con claridad es el sabor agridulce de dejar unas para marchar a otras. Ese sabor nunca se olvida. Es como el del café, el de las sábanas, el de las mañanas oscuras. Se clava en la piel, en los ojos y en los recuerdos.

Tampoco es que tengas intención de olvidarlo. Ya sabes, es muy fácil escribir sobre él.

miércoles, 9 de marzo de 2016

Monstruos.

Y cuando me doy cuenta, no hay más que otoño. En el cielo, en las calles. En los ojos de la gente, que tiemblan siguiendo el paisaje a través de la ventanilla del tren. Seísmos oculares.

Y cuando nos damos cuenta, el pasado cruza el umbral de la puerta. Lo vemos venir, inmóviles. Al principio se camufla como una serie de sucesos aleatorios e inconexos. O al menos, eso queremos creer. La calma se acumula, demasiado densa. Y finalmente, se alza ante nosotros. Majestuoso, aterrador, como todos esos monstruos de piedra que de pequeños absorbían nuestra imaginación.

Tratamos de darle la espalda, dándonos de la mano.

Para el momento en que empezamos a correr, ya nos han alcanzado los proyectiles.

De nuevo despertamos, solos.
De nuevo nos preguntamos adónde ir.

Sonambulismos.

Me pregunto cuántos insomnes más habrá bajo el cielo de las ciudades que nunca duermen. Atmósferas empapadas de la sangre de las farolas. El aire tóxico por el asfalto no nos deja dormir.

Me pregunto si en la ventana de enfrente habrá alguien observando la luz que trata de huir por entre las rendijas de la persiana. Preguntándose también cuántos sonámbulos se esconden por las calles enmohecidas.

El mundo no me deja dormir.
El mundo no me deja querer dormir.
No quiero que el mundo me deje dormir.

Creo que me he vuelto adicto a la mortaja que envuelve las pocas horas que hay hasta el amanecer.

Me pregunto si soy el único abrumado por los repetitivos ciclos de los semáforos, si hay alguien más buscando desesperadamente el germen de la mañana.

Despierta Copenhague. II

El cielo era de un opresivo color púrpura, y una luz mortecina se filtraba por las cortinas ajadas de la habitación. Las nubes corrían por el horizonte, arrastradas por un viento tibio. Su movimiento cambiaba la iluminación de la sala, creando una orquesta de sombras que Árni observó durante un rato desde la cama. Se había quedado absorto por la macabra danza que se creaba en el muro, donde unas siluetas aniquilaban a otras, fundiéndose entre sí y derritiéndose a lo largo de los garabatos que había grabados en las cuatro paredes de la habitación.
Esos garabatos ya estaban allí cuando, sin preguntar a nadie, se acomodó en la casa, el noveno piso de un viejo edificio sin cerrojos, en una recóndita calle del centro de la ciudad. Los dibujos oscilaban, de forma aparentemente aleatoria, entre elementos figurativos y borrones puramente abstractos. Alrededor de la ventana, se presentaban unos trazos gruesos, que al observarse a cierta distancia, creaban un tupido entresijo de hojas, tallos, cortezas y flores, lo que daba un cierto aspecto exótico al carcomido marco de madera. Estos elaborados frescos contrastaban con emborronados bosquejos, sucios y corridos, que parecían arrastrarse hacia abajo por el tabique, como un proyecto de cuadro cuyo autor nunca fue capaz de terminar, derrotado en una batalla en la que la frustración había terminado ganando.
De nuevo, había acabado despertándose a una hora a la que la gran mayoría de la gente comenzaba a marcharse a casa. Otra vez más, había vagado por las calles, perdido, hasta que el Sol le había guiado a casa.

Despierta Copenhague. I

Nunca había visto el cielo de aquella forma. El color ámbar del amanecer nunca le pareció tan implacable. La atmósfera parecía derramarse, cayendo por todos los edificios de la ciudad. Aquella mañana daba la sensación de que todos hubieran crecido, y ahora herían la bóveda celeste. En ella, la Luna aún podía vislumbrarse, único testigo de lo que realmente ocurrió aquella madrugada. Único superviviente ileso. Completamente redonda, de un blanco azulado, haciendo guardia incansablemente en la metrópolis apagada. Hay quienes se atreven a decir que aquella noche se quedó inmóvil durante un par de horas, deteniéndose en su órbita a medio completar. Al menos durante el breve período de tiempo en el que la gente se atrevió a hablar de aquel noviembre púrpura.

Seguramente, en un mes, pocos recordarían que el número 7 de la calle Prinsessegade había llegado a existir. Pocos serían capaces de nombrar la clase de acontecimientos que allí tuvieron lugar.

Lo habían dado todo por vivir, y no les quedó vida cuando quisieron darse cuenta de que el mundo se extendía más allá de aquella puerta azul astillada.

viernes, 4 de marzo de 2016

Transparencias.

Me he desdoblado
tantas veces,
que a veces puedo
llegar a sentir
mis transparencias,
cubriéndolo todo,
como una fina capa de papel.

Vivo autocompadeciéndome
de mi propio miedo
a deshacerme con el mínimo contacto
de unos dedos
cálidos.

O por lo menos,
menos fríos
que los míos.

miércoles, 17 de febrero de 2016

Polar.

Pequeñas ventanas se alinean,
senderos sinuosos en la noche
de una ciudad perdida.

No sé si marcan los caminos
que tú,
o quizás yo,
debamos seguir.

Quizás sólo sean la estrella polar,
de los que doloridos
se han perdido en una noche
amarilla.

Pero a mí ya no me quedan muchas rutas.
Quizás esta sea la nuestra.